Impresionante descripción que Giovanni Boccaccio hace de la peste bubónica de 1348 en la ciudad de Florencia en su libro El Decamerón:
Habían llegado ya los años de la fructífera encarnación del glorioso Hijo de Dios al número de mil trescientos cuarenta y ocho,cuando a la egregia ciudad de Florencia, noble y famosa cual otra ninguna italiana, llegó aquella cruel y mortífera epidemia, la cual, por efecto de los cuerpos celestes, o por grandes pecados, fue enviada por justo designio de Nuestro Señor sobre los mortales; y habiendo comenzado algunos años antes, en las partes de Oriente y tras haber privado a sus provincias de innumerable cantidad de vivientes, prosiguió su crudo y horrible progreso, viniendo de un lugar a otro, y se extendió por el lado de Occidente, sin que valiera contra ella ninguna sesuda precaución ni provisión ninguna de los hombres, a pesar de que por consejo de los médicos, nuestra ciudad fuese limpiada y purgada con gran diligencia de cualquiera suciedades o cosas dañosas a la salud por ciertos empleados públicos que la ciudad dispuso para que esto hicieran(...)
Casi al principio de la primavera de aquel año, dicha epidemia comenzó, de modo horrible, a mostrar sus dolorosos efectos, aunque no de aquella misma manera como se había manifestado en los países orientales, en los que, a cualquiera que le saliese sangre por las narices, esto era manifiesta señal de muerte. En cambio, en Florencia, tanto a los hombres como a las mujeres les salían en las ingles o bajo la tetilla izquierda unas ampollas hinchadas, algunas de las cuales crecían hasta ser tan grandes como un huevo y a las que el vulgo dio el nombre de gavòccioli (bubas). Y después se comenzó a manifestar aquella enfermedad en forma de algunas manchas negras que salían en los brazos y en las piernas, y así, aquellas manchas, como las que eran llamadas gavòccioli, en cualquiera que se mostrasen, sin ninguna duda eran mortales, y a su curación no valían, ni parecía aprovechar a nadie, ni remedios de medicinas, ni la aplicación ni experiencia de los los médicos (...) Y así, no diré que pocos fueron los que sanaron, de los que así enfermaban, sino que todos aquellos en quienes aparecían tales señales, sin tener calentura ni otro accidente alguno, morían dentro del tercer día. Contribuyó a dar mayor fuerza y vigor a esta pestilencia, el hecho de que los sanos visitaban o se comunicaban con los que habían adquirido el mal, los cuales pegaban así la enfermedad, como el fuego prende en la leña muy seca cuando la alcanza. Y aún tuvo una nueva y extraña manera de mostrar su malignidad esta pestilencia tan dañosa: porque no solamente el hablar o acercarse a los enfermos producía daño en los sanos, y les era causa de muerte, antes bien (lo que era asombroso), por tocar las ropas que ellos vestían o cualquier otra cosa que hubiera estado en contacto con ellos, los que después las tocaban quedaban contagiados de aquella misma enfermedad.
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domingo, 21 de noviembre de 2010
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